Jornada en Zaragoza, que ha comenzado lluviosa. Paseo por Joaquín Costa, Santa Engracia, Independencia, la Plaza de España, la calle Alfonso y la Basílica del Pilar, y a la vuelta parada por la Casa del Libro y aperitivo en San Siro, junto al Gran Hotel. Me agradecimiento a todos los amigos y nuevos amigos, de Carlos a José Luis, de este fin de semana.
He estado leyendo el libro ‘El poder de la destrucción creativa’ de Phillipe Aguion (premio BBVA Fronteras del Conocimiento en Economía 2020), Céline Antonin y Simon Bunel, profesores del Collège de France, que recoge sus clases en los últimos cinco años.
¿Es el paradigma neoclásico, que tan elegantemente estableció Robert Solow en 1956, adecuado para la economía TCV (Tras el CoronaVirus)? ¿O nos sirve mejor el de Schumpeter, el de la “destrucción creativa”? El economista austriaco llamó “destrucción creativa” a la innovación que actualiza, y por tanto destruye, innovaciones anteriores. Una realidad tangible que se basa en una serie de ideas:
- La innovación y difusión del conocimiento están en el corazón del proceso de crecimiento
- La innovación procede de los incentivos y de los derechos de autor
- Las nuevas innovaciones convierten en obsoletas las innovaciones previas.
- La destrucción creativa genera el dilema de que las viejas innovaciones (oligopolio) no deben impedir las “nuevas” innovaciones.
Los autores demuestran el poder de la “destrucción creativa”. En 2005, en EE UU las nuevas empresas (menos de un año de antigüedad) crearon el 142% de los empleos netos: tal es el poder de la “mentalidad Start-Up” para el empleo. Hay una clara correlación (negativa) entre el empleo que genera una empresa y su antigüedad. Hay una clara correlación (positiva) entre la destrucción creativa y el PIB per cápita de un país. Hay correlación negativa entre la innovación y el tamaño de la empresa. Verdades evidentes a favor de una cultura innovadora que cada vez es más difícil de implantar cuanto más vieja y más grande sea la compañía (parásitos en el anciano dinosaurio). La visión de Schumpeter es más inteligentemente optimista y más real que la de Larry Summers y Robert Gordon (estancamiento secular).
Y mucho más útil que el “crecimiento sin paradigma” (consenso de Washington, por John Williamson: pretender que una economía crezca estabilizándola, liberalizando los mercados y privatizando empresas públicas, igual en Asia que en Iberoamérica, modelo criticado por Ricardo Hausmann, Dani Rodrik y Andres Velasco) o el paradigma neoclásico (mera acumulación del capital).
Angus Maddison ha demostrado, a través de largas series (del año 1000 al 2008) que el crecimiento sostenido del ingreso y de la población es un fenómeno reciente y que se produce por la tecnología, que supera la “trampa malthusiana” de población y alimentación. Es la evolución conjunta de la tecnología y las instituciones, como ha señalado Joel Mokyr (2002), la que ha provocado el despegue a través de la difusión del conocimiento y de la información. De ahí la importancia de la competencia, de los derechos del inventor y del desarrollo de las “buenas finanzas” (no las endogámicas que denuncia Mariana Mazzucato, las endogámicas) para estimular las innovaciones. Innovación acumulativa, Instituciones y Competencia para el despegue, desde la revolución industrial.
Las olas tecnológicas, ¿son bendiciones o castigos? Depende. Hay un retraso en la difusión de las olas, por lo que sólo las segundas innovaciones son bendiciones: lo vimos en la electricidad o en los PCs, cuando se incorporaron a los hogares. ¿Y qué pasa con el empleo? Los estudios de Daren Acemoglu y Pascual Restrepo (2020) y Xavier Jaravel (2020) insisten en la misma línea: se automatizan las tareas rutinarias. Ya lo decía Leontieff: “El trabajo cada vez será menos importante”: El empleo, la implicación en nuestro talento, lo será más.
¿Es la competencia lo apropiado? Hemos de definirla bien, y comprobar que los mercados oligopolísticos no invitan a la innovación, sino todo lo contrario. Hay una complementariedad entre el nivel de competencia y los derechos de propiedad intelectual. Thomas Phillipon, en ‘La Gran Venganza: cómo Estados Unidos ha abandonado el mercado libre’ (2019) demuestra que en EE UU ni las GAFAM, ni el sistema de salud ni las políticas de la competencia favorecen a los ciudadanos. En las dos últimas décadas, el crecimiento de la rentabilidad en contra del factor trabajo han generado un descenso del crecimiento, Lo podemos ver en la política industrial, dependiente del DARPA, o en el coste de subsidiar a las empresas no competitivas.
La desigualdad (medida por el coeficiente de Gini) y las políticas fiscales también son de interés. La curva del Gran Gatsby (Chetty, Hendrin, Kline y Saez, 2014) es de descenso pronunciado: la movilidad social es menor cuanta mayor la desigualdad. Son precisamente las empresas innovadoras las que favorecen el ascensor social. Desde el punto de vista fiscal, podemos aprender del “ejemplo sueco”, porque se observa una U invertida entre presión fiscal y seguimiento.
En su libro ‘Buena economía para tiempos difíciles’, los premios Nobel Banerjee y Duflo contrastan la visión optimista de Joel Mokyr con la pesimista de Robert Gordon. Es el debate sobre el estancamiento secular. Lo que ocurre es que “las buenas ideas son difíciles de encontrar” (el talento es escaso, y cada vez lo es más) y el crecimiento de la productividad está mal medido. Las empresas líderes desalientan a las nuevas entrantes (Aghion, Bergeaud, Boppart, Klenow y Li, 2019). Richard Gilbert en su libro de 2020 ‘La Innovación importa: política de competencia para la economía hipertecnológica’, señala que la implantación de la tecnología depende de las instituciones y las políticas económicas.
Aghion, Antonin y Bunel nos explican “la trampa del ingreso medio” (en un mundo polarizado) con el fenómeno de convergencia (el ejemplo de la crisis de Corea del Sur de 1998 como “bendición encubierta”), que no deberíamos eludir la industrialización (según Kuznets y según Kaldor) con el ejemplo de la India, el crecimiento sostenible (Schumpeter frente a Malthus) con la innovación ecológica y las políticas que la estimulan (William Nordhaus frente a Nicholas Stern) y la transición energética, las bambalinas de la innovación (barreras sociales y familiares en Estados Unidos -la curva J-, el enigma finlandés con su política educativa y el impulso de la investigación básica).
Destrucción creativa, salud y felicidad. Hay una correlación muy clara entre destrucción creativa y destrucción de puestos de trabajo (Aghion, Akeigit, Deaton y Roulet, 2016), entre innovación y salud (con un “lado oscuro”, que han presentado Angus Deaton y Anne Case, que comenté en su día en este Blog, de muertes por desesperación, y la excepción del milagro danés, estudiado por Alexandra Roulet) y entre destrucción creativa y felicidad (Richard Easterlin), si bien la destrucción creativa puede crear ansiedad.
¿Cómo se financia la destrucción creativa? ¿Desde las universidades, las agencias de investigación, las fundaciones, el capital riesgo, los inversores institucionales? Estados Unidos contrasta con Francia en el modelo. El ecosistema financiero tiene una importancia decisiva en la innovación.
¿Y la Globalización? El impacto chino (efecto “hacia atrás” y “hacia delante”) y la inmigración (impacto positivo en el país de acogida). Surgimiento del Estado inversor (con el ejemplo francés y el de DARPA) y del asegurador: Estado del Bienestar y políticas contracíclicas. La Innovación necesita de la Democracia: a mayor corrupción, menor innovación. La sociedad civil complementa al Estado y al mercado (Samuel Bowles y Wendy Carlin, 2020), como han demostrado la gestión del covid y la lucha contra el cambio climático.
Un libro muy útil e interesante, absolutamente actualizado en conceptos y datos. Al final, propone un nuevo tipo de Capitalismo que no es tal, porque no depende de la acumulación del capital (modelo neoclásico) sino de la innovación (y por tanto del talento, motor de la transformación). Esta nueva era es el talentismo. El poder de la creatividad y de la destrucción creativa adecuadamente regulada es el poder del talento.
Imagino estas propuestas en un país de gran calidad de vida, con escasa importancia a la educación (desarrollo del talento), con instituciones nada inclusivas, con creatividad que no se convierte generalmente en innovación, con escasas empresas, oligopolísticas y, salvo excepciones, con capitalismo de amiguetes y baja calidad directiva. No pintan buenos tiempos, ni con “maná” europeo. Una lástima.
Mi gratitud a Phillipe Aghion, Céline Antonin y Simon Bunel, y a su editor, Roger Domingo. Esta es la economía del talento que va mucho más allá de los debates ideológicos de poca monta.
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