Ayer disfrutamos en Soria de una estupenda cena de productos típicos castellanos al aire libre en un restaurante junto al río Duero y los arcos de San Juan. Mesas de cuatro a ocho personas que compartían familiares y amigos. El taxista que me llevó al hotel me comentó que durante los fines de semana de agosto la “cabeza de Extremadura” (así figura en el escudo de Soria por sus condiciones climáticas especialmente arduas) está disfrutando de mucho turismo interior porque “se está fresquito, se come bien y la gente es maja”. Todo un descubrimiento Castilla y León en estas fechas. Una buena noticia entre tanta desolación en la crisis sanitaria, económica, social y psicológica.
Por el riesgo al maldito coronavirus (el impacto de un confinamiento desmedido, el temor apocalíptico a los rebrotes) estamos asumiendo en esta “nueva normalidad” (estúpido concepto) una serie de nuevos hábitos de falta de contacto humano que considero muy peligrosos y que nos pasarán factura si no lo están haciendo ya.
En mi libro ‘La sensación de fluidez’ comentaba el caso de Luis II de Baviera y su experimento con bebés. Se cuenta que el llamado “rey loco” (que nos legado un patrimonio histórico impresionante) quiso saber cuál era la lengua original de Dios: ¿el arameo?, ¿el hebreo?, ¿el griego? ¿el latín? Para ello, “aisló” a una serie de recién nacidos, hijos de sus súbditos, a los que se les alimentó, abrigó y cuidó de las mejores formas posibles… a excepción del contacto. No se les podía tocar bajo ningún concepto, a la espera de que empezaran a hablar y balbucearan en el idioma original del creador. El resultado fue catastrófico: todos los niños murieron, porque las personas necesitamos de las caricias tanto como de la comida, de no coger frío, de respirar. Tal es el poder del contacto humano. No deberíamos olvidarlo nunca.
Mi buena amiga Elsa Punset insiste en la eficacia, la necesidad imperiosa, de los abrazos prolongados, de los de más de seis segundos.
¿Son una pérdida de tiempo? En absoluto. ¿Sirven para algo? Sirven para mucho, muchísimo. Porque un buen abrazo, poniendo el corazón, libera una cascada de hormonas absolutamente beneficiosas, como la oxitocina, la hormona del cariño, sin la cual perdemos plenitud, o la dopamina, la hormona del placer. Y reduce el cortisol tan útil cuando el peligro es cierto, tan dañino cuando los peligros sólo están en nuestra imaginación. ¿Qué es la Felicidad sino esa deliciosa combinación de placer y significado?
Y no digamos los besos. Los besos cariñosos que deberíamos dar a nuestros padres, los besos íntimos del amor más romántico. ¿Qué pasa si, para no contagiarnos, nos olvidamos de los besos de verdad, de los profundos, aquellos con los que transmitimos nuestras almas? ¿Cuál es el “coste de oportunidad” para nuestra plenitud, para nuestra salud, para nuestra felicidad de no hacerlo? He insistido en otras ocasiones en el enorme poder de los buenos besos, no en plan Judas (de convencionalismo social), sino desde la autenticidad, desde la honestidad del cariño. Besos imprescindibles para nuestras vidas. Besos que nos arrepentiremos duramente de no haber dado cuando esos seres queridos, muy queridos, ya no estén con nosotros.
Pongamos las cosas en contexto. Los seres humanos, y especialmente los latinos (una cultura especialmente civilizada que ha avanzado en torno al Mare Nostrum y cuyas aportaciones para la calidad de vida resultan incuestionables) necesitamos imperiosamente tocarnos unos a otros, acariciarnos, reconocernos y apreciarnos desde las caricias, los abrazos y los besos. El puritanismo de Hobbes y compañía (Homo homini lupus, “el hombre es un lobo para el hombre”, cuando los propios lobos son seres gregarios y, como mamíferos, emotivos) convirtió el contacto en algo pecaminoso, perseguible incluso. Terrible deriva. En esa cultura y en otras partes del mundo se evita, con las graves consecuencias que todos conocemos. ¿No nos damos cuenta del impacto en términos de eustrés (estrés negativo) de la falta de contacto con la gente que queremos?
A nuestros padres y abuelos, que ya han sufrido en vidas humanase las consecuencias devastadoras del covid 19, además les estamos dejando que consuman en su casa como sui tal cosas altas dosis de desinformación generadora de pánico (el miedo es una emoción valiosa cuando tiene sentido; el pánico es absurdo en cuanto bloquea el potencial humano). El resultado es el terror por encima de la plenitud, de la amistad, del amor palpable. ¿Fenecerá esta civilización por decisiones tan estúpidas como la de evitar el contacto humano?
Te animo a que, desde la salud y la responsabilidad personal, te ocupes de los tuyos queriéndoles mucho, haciéndoselo saber y acariciándoles, abrazándoles y besándoles como si no hubiera un mañana. Porque no lo hay si perdemos el contacto humano. Si pudiera volver atrás y regresar antes de que falleciera mi padre, ya hace dos años, le cubriría de besos y abrazos cariñosos mucho más de lo que hice, pensando que somos eternos. No lo somos y, como escribió la poeta Maya Angelou “sólo recordamos como nos hicieron sentir”. Generosidad, solidaridad, cariño: eso es lo mejor de la naturaleza humana.
Mi gratitud a las personas importantes en nuestras vidas. Demostrémosles que lo son.
Para este fin de semana, tres canciones: ‘Touch me’ de Antonia
‘Abrázame’ de Julio Iglesias (1981)
y ‘Kiss Me’ por Sixpence None the Richer
Oh, kiss me beneath the milky twilight
Lead me out on the moonlit floor
Lift your open hand
Strike up the band, and make the fireflies dance
Silvermoon’s sparkling
So kiss me
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