Lunes en Madrid, con sesiones de coaching estratégico y reuniones internas con el equipo de Right para seguir implantando nuestra estrategia en el último trimestre del año. Ya sabes que sin visión no hay futuro y que la ejecución es el 90% de esa visión estratégica.
Ha fallecido, a los 95 años, la actriz Maureen O’Hara, el mito pelirrojo de Hollywood, la protagonista de mi película favorita, ‘El hombre tranquilo’. He leído ayer distintos obituarios que ensalzaban su figura y el que más me ha gustado es éste de Gregorio Belinchón:
“Fue la fierecilla indomable, la más femenina en un mundo eminentemente masculino —el de John Ford y John Wayne— y, a su vez, la más masculina entre las estrellas femeninas de Hollywood. Tenía un talento innato para los deportes, una sapiencia interpretativa, ojos verdes, una melena pelirroja casi flamígera y una belleza deslumbrante: un cóctel 100% irlandés. Todo eso convirtió a Maureen O'Hara, que ayer falleció a los 95 años, en una actriz distinta, incatalogable, que, sin embargo, encontró su medioambiente cinematográfico perfecto, el que creó Ford.
Y su carrera está plagada de momentos que ninguna otra mujer podría haber interpretado. Cuando Michaeleen Flynn entra al día siguiente en la casa del matrimonio Thorton (Wayne y O'Hara) tras su noche de bodas en El hombre tranquilo y descubre la cama literalmente destrozada —sin saber que se ha debido a una pelea—, solo puede exclamar: “¡Impetuoso! ¡Homérico!”. Esos dos adjetivos podrían definir a la perfección a O'Hara, que el año pasado recibió el Oscar Honorífico de manos de Liam Neeson y Clint Eastwood, y que ha fallecido rodeada por su familia en Boise (Idaho). “Maureen era nuestra querida madre, abuela, bisabuela y amiga. Ha fallecido en paz, rodeada de su familia, que ha recordado su vida escuchando la música de su película favorita, El hombre tranquilo, según su mánager y coautor de sus memorias, Johnny Nicoletti.
Maureen O'Hara nació como Maureen FitzSimmons en Ranelagh, un suburbio de Dublín, el 17 de agosto de 1920, segunda hija del dueño de un negocio textil y de un equipo de fútbol y de una cantante. A los 14 años ya estudió en el dublinés Abbey Theater y con 18 ya había aparecido en dos musicales británicos. Su primera prueba de cámara para Hollywod resultó un desastre, sepultada en una capa de maquillaje y mal vestida. Pero el actor Charles Laughton y el productor Eric Pommer supieron ver su talento, le cambiaron el apellido —O’Hara cabía mejor en las marquesinas— y apostaron por sus ojos verdes: así que la embarcaron en La posada de Jamaica(1939), la última película británica de Alfred Hitchcock, que tras su rodaje se fue a Hollywood. O’Hara también cruzó el Atlántico.
Algunos de sus mejores trabajos los filmó en blanco y negro; curiosamente, cuando llegó el Technicolor al cine en los cincuenta, a O'Hara la bautizaron la reina del Technicolor, porque el contraste entre su pelo y su mirada hipnotizó hasta a los creadores de ese proceso fílmico. Pero para entonces O’Hara era una estrella. Con su padrino Laughton aterrizó en Estados Unidos como Esmeralda en una estupenda versión de El jorobado de Notre Dame, conocida también en España como Esmeralda la zíngara (1939). En 1941, ya filmó la primera de sus cinco películas con Ford: ¡Qué verde era mi valle!. Nunca llegó a entender bien al cineasta, al que considera tanto un amigo como el demonio.
La fama de O’Hara se disparó. En dos décadas rodó hasta cuarenta películas, y con directores como Ford, William Dieterle, William Wellman, Henry Hathaway, Carol Reed, Henry King, Frank Borzage y Jean Renoir. Solo así se entiende este primoroso currículo: Esta tierra es mía, Simbad el Marino, El cisne negro, Escrito bajo el sol, Río Grande, De ilusión también se vive, Los piratas del mar Caribe, Nuestro hombre en La Habana, la ya mencionada El hombre tranquilo, Bagdad, Orgullo de comanche, Tú a Boston y yo a California, El gran MacLintock, Compañeros mortales, Fiebre en la sangre…
Casada en tres ocasiones, la última marcó su vida hasta el final de sus días. En 1968 contrajo matrimonio con Charles Blair, un exaviador de las fuerzas armadas —que había sido previamente durante años amigo suyo— que poseía una pequeña línea aérea, Antilles Airboats. Juntos, codirigieron la compañía, y O’Hara se retiró del cine en 1973 tras el telefilme El poni rojo. En 1978 Blair falleció en un accidente de aviación y O’Hara quedó devastada, a la vez que se convertía en la primera mujer que dirigió una compañía aérea. De su retiro solo salió en cuatro ocasiones para actuar: tres para la televisión —la última con El último baile (2000)— y una para el cine, como madre de John Candy en Yo, tú y mamá (1991).
En 2004 publicó su autobiografía, ‘Tis Herself y recibió un homenaje de la Academia de Cine y Televisión de Irlanda, porque nunca dejó de sentirse irlandesa, a pesar de tener la doble ciudadanía.
Con John Wayne hizo cinco filmes: además de los tres de Ford (Río Grande, El hombre tranquilo y Escrito bajo el sol), también coprotagonizaron El gran MacLintock y El gran Jack. Siempre hicieron de marido y mujer y siempre discutían y se separaban, aunque brevemente. Tal vez por todo eso Wayne dijo una vez: “He tenido muchos amigos y prefiero la compañía masculina, excepto con Maureen. Ella es un gran tipo”.
Junto a este brillante artículo de Belinchón (http://cultura.elpais.com/cultura/2015/10/24/actualidad/1445705917_829425.htm) puedes ver el vídeo del beso en ‘El Hombre Tranquilo’, uno de los más románticos de la historia del cine.
En otro orden de cosas, he estado leyendo ‘Cuando la jirafa baila con el lobo. Cuatro pasos hacia una comunicación empática y no violenta’, de Serena Rust. La autora describe una metodología muy valiosa que en ManpowerGroup aplicamos internamente.
Para la comunicación no violenta (el método con el que conectamos con nuestra esencia compasiva), Marshall Rosenberg (1934-2015) utiliza los símbolos de la jirafa (con un gran corazón y amplia perspectiva, por su gran cuello) y el lobo. El lobo es la orientación a dominar y a juzgar; la jirafa, a escuchar. El lobo trata de imponer sus opiniones; la jirafa busca construir.
Los cuatro pasos son:
1. Observar sin juzgar.
2. Sentir sin interpretar.
3. Necesidades en lugar de estrategias.
4. Pedir en lugar de exigir.
La jirafa explora su propio corazón (autoempatía), empatiza con l@s demás. Las “orejas de lobo” sirven para tomarse lo que dicen los demás como un ataque, un reproche o un juicio. Los oídos de jirafa detectan una necesidad insatisfecha y los sentimientos personales asociados a la misma. La actitud es la que cuenta: sin empatía, orejas de lobo; con empatía, de jirafa. Si lo combinamos con la actitud hacia fuera o hacia dentro, tenemos cuatro posibilidades: lobo externo (“tienes un problema, ataque”), lobo interno (“tengo un problema, víctima”), jirafa interior (“¿qué siento?, ¿qué necesito?”, paracaídas) y jirafa exterior (“¿qué sientes?, ¿qué necesitas?”, aikido). “Tenemos que liderar la paz con el mismo esmero con el que lideramos la guerra”, nos enseña el Dalai Lama.
La empatía se concreta en observar y no juzgar (como decía Elías Canetti, “es la misma diferencia que entre respirar y morder”), en analizar mi sentimiento y no interpretarlo, necesidades en lugar de estrategias (“¿cómo cubro esa necesidad?”) y pedir en lugar de exigir. Una estructura clara, que funciona. Tan simple como describir el detonante (observar), los sentimientos asociados, las necesidades (sustento, seguridad, amor, verdad, compasión, celebración, justicia, pertenencia, autonomía o sentido) y pedir.
Un diálogo entre lobos es un tiovivo, una espiral negativa. Cuando la jirafa baila con el lobo, puede reconvertirlo. Un baile entre jirafas es pura comunicación no violenta. El punto clave de nuestra comunicación ha de ser nuestra actitud vital de empatía. Aprendemos “a bailar” desde la toma de conciencia. El canto de jirafa es hablar con libertad (asertivamente) en lugar del aullido del lobo (ponerse furioso). Estimación (generosidad) y gratitud ayudan a pasar de lobo a jirafa.
“No te preguntes qué es lo que el mundo necesita. Pregúntate que es lo que te hace sentir vivo y hazlo. Porque lo que el mundo realmente necesita es gente que se sienta viva” (Harold Whitman).
Gracias a Serena Rust por compartir y al Dr. Marshall Rosenberg (que falleció en febrero de este año, a los 80) por crear este modelo de comunicación no violenta.
En ‘The Quiet Man’ (El Hombre Tranquilo, 1952) de John Ford, Sean Thorton (John Wayne) es un exboxeador, un lobo. En su Irlanda natal conoce a Mary Kate Danaher (Maureen O’Hara), también de actitud lobezna. Juntos encuentran el amor. “No subestimes la determinación de un hombre tranquilo”, decía el político británico Ian Duncan Smith. “Los Danaher somos gente luchadora”, exclamaba Maureen O’Hara en esta maravillosa película.
¿Lobos o jirafas? Una vieja leyenda cherokee (que se contaba en ‘Tomorrowland’ de George Clooney) dice: “Una mañana un viejo indio Cherokee le contó a su nieto acerca de una batalla
que ocurre en el interior de las personas. Él dijo, "Hijo mío, la batalla es entre dos lobos dentro de todos nosotros". "Uno es Malvado: es ira, envidia, celos, tristeza, pesar, avaricia, arrogancia, autocompasión, culpa, resentimiento, soberbia, inferioridad, mentiras, falso orgullo, superioridad y ego. "El otro es Bueno: es alegría, paz, amor, esperanza, serenidad, humildad, bondad,
benevolencia, amistad, empatía, generosidad, verdad, compasión y fe. El nieto lo pensó durante un minuto y luego preguntó a su abuelo: “¿Qué lobo gana?”. El anciano Cherokee respondió: "Aquél al que tú alimentes."