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¿Sigue siendo Viena la ciudad de 'El Tercer Hombre'?

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Tercer día en la capital austriaca. Ayer Sandra, una compatriota que trabaja para una de las compañías de Sightseeing, nos contó maravillosamente las ventajas de su empresa y nos convenció. Como Teresa de Pablo en Salzburgo y como tant@s compatriotas con l@s que hemos hablado estas dos semanas, piensan que España es el mejor país del mundo pero que hoy por hoy no puede ofrecerles un empleo. Siento que quienes estamos en esa actividad de ayudar a generar empleo tenemos una enorme responsabilidad para con nuestr@s jóvenes. Hemos de hacer más y mejor, convenciendo al empresariado de la necesidad de contratar, flexible y permanentemente.
Anoche estuve viendo de nuevo en DVD ‘El Tercer Hombre’ de Carol Reed (1949). Una de las mejores películas británicas de todos los tiempos. No la había visto en versión original, la compré en la tienda de EMI de la Kärtnerstrasse y tras el emocionante duelo de la Supercopa de Europa entre el FC Barcelona y el EuroSevilla de Unai Emery, me dispuse a verla.
Esta joya parte de un guión (que Graham Greene prefirió convertir en novela, en una espléndida novela), que produjo y dirigió Carol Reed (1906-1976), a quien también debemos ‘El tormento y el éxtasis’ ‘Oliver’ o ‘El ídolo caído’. En el reparto, Joseph Cotten, Orson Welles, Trevor Howard y Alida Valli. Música de Anton Karas (1906-1985), interpretada por él con una cítara (Karas trabajaba en un Heurige –bar de vinos vienés y Reed le invitó a Londres a componer; el significado de la banda sonora es “regresar de la muerte”).
‘El Tercer Hombre’ es la historia de Holly Martins (Cotten), escritor de novelas del oeste, que llega a la Viena de posguerra (una de las ciudades más bombardeadas del conflicto bélico, dividida en cuatro zonas aliadas, en la que todo el mundo duda de todo el mundo) por invitación de su amigo Harry Lime (Orson Wells). Su amigo acaba de morir, supuestamente en accidente. Sin embargo, las piezas no encajan: unos le dicen a Martins que a Lime le ayudaron, antes de fallecer, dos personas, y otros, tres. ¿Quién es “el tercer hombre”?.
La gran protagonista de la cinta, más allá de personajes muy bien diseñados, es la propia ciudad de Viena. Vemos una capital imperial en ruinas, brumosa. Paseamos junto al Danubio, en el Hotel Sacher, los anuncios de cerveza Gösser, las alcantarillas y la inolvidable imagen de la noria del Prater. La aparición de Orson Welles en la película (una cara iluminada en fondo negro) es de las más memorables del séptimo arte, y sus diálogos quedan para siempre (“Recuerda lo que dijo no sé quién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras matanzas, asesinatos... Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor fraternal, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!”. Una genial improvisación de Welles). Orson, ese genio, intervino apenas una semana en el rodaje, y está en la película un total de 5 minutos. Hizo posteriormente una serie para la radio, ‘Las vidas de Harry Lime’.
Efectivamente, esta Viena aparentemente serena fue decisiva en el ajedrez de la guerra fría, como capital neutral. ¿Y ahora? Según nos han contado, el espionaje es principalmente económico y tecnológico más que político. Sin embargo, viven en la ciudad más de 3.000 espías en estos momentos.
Viena es sede de Naciones Unidas (UNOV), de la OPEP, de la Agencia de la Energía Atómica, de la ACNUR, del Secretariado de la OCDE, de la Organización Internacional de Migraciones… y lo ha sido de Eurovisión este año (la cantante Conchita Wurst, con su peculiar barba, ganó el certamen en 2014).     
Hablando de política y de equilibrios difíciles, si no has leído el último artículo de mi amigo John Carlin, ‘Agosto 2020’, no te lo pierdas. Es delicioso (y altamente probable, a cinco años vista). Es el siguiente.
El presidente Donald Trump invade México. Vladímir Putin convoca una reunión urgente de sus aliados europeos: el presidente del Gobierno español, Pablo Iglesias, el primer ministro griego, Yanis Varoufakis, y el primer ministro británico, Jeremy Corbyn, ideólogo de la izquierda chavista vegetariana del Partido Laborista que una vez presidió el Tony Blair. La cumbre se lleva a cabo en el peñón de Gibraltar, recién devuelto a la república española por el anticolonialista Corbyn.
El ministro de Defensa español, el camarada Íñigo Errejón, da inicio a la reunión con un informe sobre la situación en el terreno. Tropas estadounidenses han penetrado en territorio mexicano a lo largo de toda la frontera norte. Su objetivo, según el propio Trump, es “recuperar” los Estados norteños de Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo Léon y Tamaulipas y colocarlos bajo la soberanía de Washington. El Ejército mexicano se ha replegado y los únicos enfrentamientos registrados han sido entre unidades de boinas verdes y una fuerza de policías municipales liderada por el narcotraficante Joaquín El Chapo Guzmán.
Complicando la cuestión, hay indicios de que un significativo porcentaje de la población de los seis Estados está reaccionando a la aparición de los primeros batallones estadounidenses con júbilo. El hashtag #bienvenidomrtrump ya es trending topic en la ciudad de Monterrey. Otra dificultad: hay señales de división interna en el Gobierno mexicano. Un vídeo en YouTube muestra al presidente de México, el antiguo seleccionador de fútbol Miguel Herrera, dándole un puñetazo a un general.
Errejón concluye su informe y Putin pide propuestas sobre cómo reaccionar a la crisis. El laborista Corbyn, luciendo su habitual gorrita Lenín, dice que jamás en sus 71 años de vida ha traicionado el principio del pacifismo, pero comprende que es necesario tomar represalias a favor del pueblo hermano mexicano. Tiene una idea que, está convencido, será una daga al corazón del imperialismo yanqui: nacionalizar todos los McDonald’s de su país y transformarlos en “comedores del pueblo”.
Iglesias, que acaba de presentar su programa semanal Aló, presidente por Skype desde la habitación de su hotel (dos estrellas), se pone de pie y declama que él no es “ni de izquierdas ni de derechas”, que siempre, siempre defenderá los derechos del proletariado contra la oligarquía (Corbyn alza un puño; Putin suprime un bostezo) y que la respuesta española a la agresión yanqui se tendrá que decidir bajo el principio no negociable de la democracia directa. Con lo cual —alzando la voz, desafiante, las manos hundidas en los bolsillos de sus vaqueros— anuncia que dará la orden de que se lleve a cabo un proceso urgente de “consultas populares digitales” con las bases de su partido. Varoufakis, vistiendo una chaqueta de cuero Prada, visiblemente irritado por la poca convicción marcial de sus dos antiguos compañeros de lucha, se sube a la mesa, grita “¡Esto es Esparta!” y declara que los yanquis solo entienden un lenguaje. Está preparado, proclama, a enviar la fuerza aérea griega “mañana mismo” a Washington a bombardear el Banco Mundial, el FMI y la Casa Blanca.
Los tres líderes europeos miran a Putin, a quien se le escapa una leve sonrisa. “Me interesa la opción tuya, Coletas”, dice. “O sea, no hacer nada”. Iglesias protesta. “Mire usted, camarada, tiene que entender que tenemos unos problemas internos muy graves, no estamos como para aventuras…”. Suena el teléfono móvil de Putin, lo coge, asiente con la cabeza y anuncia: “Perdonen, señores. Tengo una visita. Salgo un momento”.
Los tres juniors de la alianza putiniana se miran perplejos, pero aceptan su retirada sin protesta. Iglesias sigue hablando.
Por un lado, les cuenta a Corbyn y Varoufakis, se enfrenta a sectores inquietos de las Fuerzas Armadas españolas deseosos de recuperar Catalunya por la fuerza; por otro, como consecuencia de la generosa política de “puertas abiertas” a la inmigración de su Gobierno, decidida en un referéndum nacional vía Twitter, la llegada a España de diez millones de extranjeros —iraquíes, sirios, somalíes y, ante todo, griegos— ha contribuido a incrementar la cifra nacional del desempleo al 70%. Y, lo que más le ata las manos, hay manifestaciones diarias en todo su país exigiendo la extradición del rechoncho cocinero español José Andrés, encarcelado por la Administración Trump.
Cuando Trump lanzó sus famosos insultos a los mexicanos en la campaña electoral de 2015, denunciándolos como “criminales” y “violadores”, Andrés respondió retirándose de un proyecto con el magnate pelirrojo para abrir un restaurante en un hotel neoyorquino. Trump le demandó y el español le contestó “Alégrame el día”, convirtiéndose al instante en ídolo de la resistencia antitrumpista. Andrés, no solo el preso político más famoso del mundo sino el más solidario, abandonó una larga huelga de hambre el día de Navidad de 2019 al ver que su salud mejoraba mientras su compañero de celda Sepp Blatter, que se estaba comiendo la comida de los dos, engordaba a extremos alarmantes.
Ahora España tenía que elegir, explica Iglesias, entre tomar represalias por la invasión estadounidense y abandonar Andrés a su destino, o intentar lograr su liberación por la vía diplomática. Ante semejante encrucijada, la única salida responsable era recurrir una vez más a la sabiduría de las masas.
“¡Me cago en las masas!”, suelta Putin, que entra por una puerta acompañado por el presidente Trump, los dos muertos de la risa. Los tres revolucionarios se miran estupefactos. “Mr Trump y yo hemos llegado a un acuerdo que garantizará la paz mundial”, anuncia Putin. “Él tendrá vía libre para hacer lo suyo no solo en México sino en toda América Latina y nosotros en Europa. Esperamos un poco de resistencia de la presidenta Marine Le Pen en Francia, pero en poco tiempo lograremos nuestra misión histórica de reconstituir la Unión Oligárquica —digo, Soviética— en todo el continente, solo que ahora… ¡Hasta el Atlántico!”.
Putin saca una botella de vodka y cinco copas. “¡Un brindis!”, exclama.
Iglesias, Corbyn y Varoufakis no saben si celebrar o llorar.
“Una pregunta”, murmura Iglesias. “¿Y José Andrés?”. “¡Que se pudra en su gulag!”, grita Trump. Putin se parte a carcajadas.
El riesgo de los populismos y los viejos hábitos autoritarios, a ambos lados del Atlántico. John Carlin cita a un viejo líder comunista sudafricano, Joe Slomo: “A veces, si te acostumbras a llevar traje, cambias de ideología”. Amén.
Mi gratitud a John (le tendré en cuenta en la segunda parte de ‘Del Capitalismo al Talentismo’), a Carlos Reed y todo el equipo de ‘El Tercer Hombre’ a l@s jóvenes de nuestro país que tienen que trabajar involuntariamente en Austria, aprendiendo alemán en menos de un año (sin relacionarse con sus compatriotas y con 3-5 horas de clase diarias). 

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