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El test de la golosina. Cómo entender y manejar el autocontrol

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AVE a Barcelona, para participar en la reunión de Dirección en la ciudad condal. Y vuelta en uno de los últimos aviones, para disfrutar mañana de San Isidro.
La lectura de hoy ha sido ‘El test de la golosina. Cómo entender y manejar el autocontrol’, de Walter Mischel. El Dr. Mischel es catedrático de psicología de la Universidad de Columbia y ha escrito Introducción a la Personalidad, texto de referencia en su campo.
La tesis central de este libro es que “la capacidad de demorar la satisfacción inmediata es una capacidad cognitiva que puede adquirirse”. Todo comenzó en Stanford en los años 60, con una prueba a menores de 4 años: el “Marshmallow test”. Los niños podían elegir entre comerse su golosina preferida inmediatamente u obtener dos si esperaban 20 minutos. La “fuerza de voluntad” es capital.
Mischel nos habla de dos sistemas: el “caliente” (emocional, irreflexivo, inconsciente) y el “frío” (cognitivo, reflexivo, lento, esforzado). “La forma en que ambos sistemas interactúan ante las tentaciones fuertes se corresponde con la manera en que en la edad preescolar contemplan las golosinas y con el hecho de que la fuerza de voluntad actúe o no actúe”.
El texto se divide en tres partes. La primera, sobre la capacidad de demora y cómo posibilitar el autocontrol. Walter Mischel llegó a Stanford en 1962, tras haber investigado sobre toma de decisiones en Trinidad y en Harvard. Desde la Antigüedad a nuestros días, pasando por la Ilustración y Freud, se había caracterizado a los niños como impulsivos por naturaleza. Más de 550 niños matriculados en el Bing School de la Universidad de Stanford hicieron el test de la golosina de 1968 a 1974. En 2014 continuaron obteniendo información sobre ellos: esa demora autoimpuesta es un gran predictor de calificaciones académicas y de capacidad cognitiva. Los menos pacientes tienen el estriado ventral más activo, una parte del cerebro primitivo ligada al placer y a las adicciones.
Hace más de medio siglo, el psicólogo canadiense Daniel Berlyne nos enseñó que la respuesta a un estímulo depende de cómo lo visualicemos, de cómo lo representemos mentalmente. El foco caliente genera una respuesta impulsiva; el frío, una más mesurada. “No hay nada bueno ni malo, es el pensamiento el que lo hace así” (Shakespeare, Hamlet).
El sistema emocional caliente está en el sistema límbico, situado bajo el córtex y por encima del tronco cerebral. Nos dice: ¡Adelante! El frío y controlado está en el Córtex Prefrontal (CPF). “El estrés agudo atenúa el sistema frío y acentúa el sistema caliente”. Ambos sistemas mantienen una relación recíproca. La edad importa: antes de los 4 años, la mayoría de los niños no son capaces de demorar la recompensa; a los 12, el 60% lo consigue. El género importa: las niñas suelen esperar más que los niños. El estrés es determinante, porque debilita el sistema frío. “Incluso el estrés incontrolable de carácter leve puede ocasionar una rápida y dramática pérdida de las capacidades cognitivas prefrontales” (Amy Arnsten, Yale). Mischel remata: “No es de extrañar que Hamlet fuera una tragedia”.
¿A qué edades podemos aprender el autocontrol? El autor nos remite a Mary Aimsworth, alumna de John Bowlby, y sus estudios sobre el apego (attachment). Como prueba, el juego entre un niño de 18 meses y su madre, y una breve separación (la “situación extraña”). En 1998, Anita Sethu analizó la relación entre esta prueba y la de la golosina, 3 años después. Los bebés que ante la ausencia de su madre se distraían con otros estímulos son los mismos que a los 5 años demoraban más la recompensa de la golosina. La ternura y el cariño marcan la diferencia; la plasticidad del cerebro nos hace vulnerables. “Está claro que mientras los bebés se desarrollan, sus primeras experiencias emocionales quedan incrustadas en la arquitectura de sus cerebros, y que esto puede tener graves consecuencias en el curso posterior de la vida”. A los 7 años el control de la atención y los impulsos neuronales que lo sustentan son similares a los de los adultos. “Las experiencias del niño en los primeros seis años de vida constituyen las raíces de su capacidad para regular impulsos, ejercer el autocontrol, controlar la expresión de las emociones y desarrollar la empatía, la razón y la conciencia”.
Para resistir la tentación, Mischel parte de la Odisea (cuando Ulises pide a su tripulación que le aten ante los “cantos de sirena”) y nos muestra los planes “Si-Entonces” (If-Then). Es el “¡No!” que reemplaza al “¡Adelante!”. Cuando estuvo investigando en el Sur de Trinidad, se encontró con “hormigas laboriosas” (que cumplían sus promesas) y “cigarras holgazanas”. Citando al ingenioso Óscar Wilde, “puedo resistirlo todo menos la tentación”.
Hemos pasado históricamente de la teoría de los temperamentos (sanguíneo, melancólico, tempestuoso y flemático) en la Antigua Grecia a la “tábula rasa” (todo se aprende) y a la predestinación (todo está en el ADN). “Lo que somos y lo que llegaremos a ser refleja la interacción e influencias genéticas y ambientales en una coreografía enormemente compleja”. “Es como preguntarnos qué determina el área de un rectángulo, si el ancho o el largo” (Donald Hebb, psicólogo canadiense). El ADN es un proceso biológico, modificable por el contexto, que nos da una predisposición. “Una predisposición no constituye una predestinación” (James Watson). La disyuntiva entre naturaleza y ambiente (“nature-nurture”) está superada: el genoma es maleable.
La segunda parte va de las condiciones preescolares a los planes públicos. El motor del éxito es el “creo que puedo”. Se trata de la Función Ejecutiva (EF), estrechamente ligada a la reacción al estrés y al sistema caliente (Michael Posner y Mary Rothbarth, 2006). Es cuestión de “soberanía”, control percibido. La “mentalidad” (mindset) que ha estudiado Carol Dweck en Stanford. Círculos viciosos (“somos como somos”) y círculos virtuosos (“somos capaces de mejorar”). Cuestión de identidad (presente y futura) y de distancia psicológica. “Un sentir caliente y un pensar frío nos permiten anticipar las consecuencias de las decisiones”.
Creamos un “sistema inmunitario psicológico” (Daniel Gilbert, Harvard). La sobrevaloración como protección de la autoestima, el cristal de color rosa, la relación entre sentimiento y pensamiento, la arrogancia como talón de Aquiles… Personas inteligentes (Bill Clinton, Lance Armstrong) cometen estupideces por falta de autocontrol. Y es que la voluntad también se fatiga (los límites del autocontrol, Roy Baumesister). Tras las experiencias agotadoras se pierde el autocontrol.
La tercera parte es “Del laboratorio a la vida” (From Lab to Live). La creencia de que la fuerza de voluntad es innata es falsa. Se crea en los primeros años y siempre se puede desarrollar, si un@ quiere. “El autocontrol implica algo más que determinación: requiere estrategias y perspicacia, así como metas y motivación para que sea más fácil desarrollar la fuerza de voluntad y recompensar como se merece la persistencia”.
Entrenamiento. Mischel nos habla de los programas escolares KIPP en la ciudad de Nueva York. Su lema es UNITE: “Understand, Never give up, Imagine, Take a risk, Explore” (Comprender, No abandonar nunca, Imaginar, Arriesgarse, Explorar). Una institución que “salva vidas” cultivando las cualidades del carácter.
El principio fundamental es “enfriar el ahora y calentar el después”. Planes “If-Then” para favorecer el autocontrol, y reforzar el “querer” (si no quieres de verdad cambiar, no cambias). Reevaluación cognitiva y autodistanciamiento: tenemos opciones y cada opción tiene sus consecuencias.
Mischel concluye así este espléndido libro: “Cuando me pedían que resumiera el mensaje fundamental de la investigación sobre el autocontrol, recordaba el famoso dictum de Descartes: “Cogito, ergo sum”, “Pienso, luego existo”. Lo que se ha descubierto sobre la mente, el cerebro y el autocontrol nos permite trasladarnos de su proposición a la de “Pienso, luego puedo cambiar mi existencia”. Porque cambiando nuestro modo de pensar podemos cambiar lo que sentimos, hacemos y finalmente somos. Si esto nos lleva a la pregunta: “¿Pero podemos cambiar realmente?”, respondo lo que George Kelly decía a sus pacientes cuando le preguntaban si podían tener control sobre sus vidas: los miraba fijamente a los ojos y los decía: “¿Te gustaría cambiar?”.
‘El test de la golosina’ me ha hecho pensar en las dinámicas de las organizaciones, que suelen pasar de sistemas fríos a sistemas calientes. Por ejemplo, el Real Madrid sustituyó al impetuoso y provocador Mourinho (en 3 años, una Copa, una Liga, una Supercopa) por Ancelotti, “el hombre tranquilo” (en dos temporadas, una Champions, una Supercopa de Europa, un Mundialito). En los últimos 32 años, el entrenador no ha sobrevivido cuando el club no ha ganado nada. Carletto se da a sí mismo siempre un 10 por cómo se esfuerza, pero las organizaciones entienden de resultados, de logros, no de esfuerzos, y conviene recordarlo siempre.
Lo mismo ocurre en todo tipo de instituciones: una persona calmada, “de sistema frío”, que habitualmente no se pone en valor como debe, es reemplazada por otra “de sistema caliente”, que no finalmente no cumple las desorbitadas expectativas. Y el proceso de enamoramiento finaliza en frustración. La historia se repite una y otra vez.
Mi gratitud y admiración hacia mis compañeros de dirección, que se esfuerzan a tope, consiguen logros y sortean el estrés desde la fuerza de voluntad.    

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