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Leo di Caprio y el secreto de los seductores

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Seguimos con el cine. Ayer, “El Médico”, basada en la espléndida novela de Noah Gordon. Con Ben Kingsley, Olivier Martínez, Stellan Starsgard y Tom Payne, dirigida por el alemán Phillip Stölzl. Mis padres disfrutaron mucho de la experiencia de Kinépolis en Pozuelo, de la calidad de la imagen y el sonido, de la amplitud y comodidad de las butacas. Así es como se debe ver y sentir el séptimo arte.
La revista Fotogramas de enero (que ya está en los kioskos) lleva en portada al gran Leo di Caprio, protagonista de El lobo de Wall Street (tengo pendiente el libro de Jordan Belfort como lectura para los próximos días). Esta película, dirigida por Martin Scorsese y que se estrena el próximo 10, gira alrededor del “síndrome de hubris”: la codicia, la ambición, la soberbia, el exceso por doquier.
La publicación nos muestra cinco razones para amar a Di Caprio y cinco razones para supuestamente odiarlo. Para amar a Leo:
- Tiene lo que distingue a una estrella de un actor. “Me enorgullece saber que he llegado a ser el actor que quería ser”.
- Se ha convertido en la mano derecha de Scorsese (Gangs of New York, El aviador, Infiltrados, Shutter Island, El lobo de Wall Street). “Marty, para mí, es el mejor director que existe. Y el mejor a la hora de sacar lo que llevo dentro como actor”.
- Saca adelante proyectos de riesgo y comerciales (su “as en la manga” es la productora Appian Way). “Es egoísmo bien entendido. En su momento, ser productor me permitió acceder a mejores películas”.
- Su conciencia ecológica no es una pose. “No quiero presumir, pero este año he recaudado 28 millones de euros para el medio ambiente”.
- Tras 20 años frente a la cámara (en realidad, 24) sigue queriéndolo todo. “Pienso mucho en el mocoso de 16 años que quiso ser actor y lo que ha cambiado desde entonces. Y en lo que no ha cambiado. Me siento tan orgulloso de las elecciones que hice entonces como las que hago ahora. Entonces, como ahora, fui el actor más ambicioso que pude ser, y eso no ha cambiado ni piensa cambiar”.
En contra, su obsesión por el Óscar, la fama (o sus colegas) le confunden, es el típico guaperas que va de ligón, tiene tics de estrella y no sabe reírse de sí mismo. Luces y sombras de un seductor.
He estado leyendo Los grandes seductores de la periodista estadounidense Betsy Prioleau. Un análisis muy ameno (y creo que certero) del ingrediente central de los verdaderos seductores, desde Casanova hasta JFK, que me resulta muy sugerente para el liderazgo.
La autora comienza desmontando los mitos: el seductor satánico, el adulador patológico, el macho alfa, el cazador (“a las mujeres no les atraen los pánfilos”, David de Angelo), las falsificaciones (“¿Quién sabe si George Clooney o Matthew McConaughey son grandes amantes? Ambos son producto de los estudios cinematográficos, concienzudamente fabricados, hombres espejismo diseñados para vender películas y series televisivas”).
En la “anatomía de los grandes seductores”, parte del Carisma (“se ha reducido a una fórmula conocida: confianza en uno mismo, un aura de autoridad y dotes comunicativas”). El chamán es “la figura carismática por excelencia”. El joie de vivre (ímpetu) alimenta un gran carisma, que Max Weber definió como “el empuje de la savia del árbol y de la sangre en las venas”). Betsy cita a Ortega y Gasset, en su idea del amor como “resorte espléndido de la vitalidad humana” y remata: “Como afrodisiaco, el entusiasmo no tiene parangón”. El dios Dionisio encarnaba el zöe, “el espíritu de la vida infinita”. “No hay ninguna historia romántica en la que el personaje se canse” (Roland Barthes).
Ímpetu (carisma proviene de “charein”, regocijarse), Intensidad (“Todo amor comienza con un impacto”, André Maurois), Potencia (fascinum–fascinante- es el término latino para “falo”), Empatía con las mujeres (los misóginos, abstenerse), incluso algo de Androginia, Creatividad (“Los tipos creativos poseen más atractivo sexual”, Rusty Rockets), Espíritu libre y una pizca de transgresión. Betsy Prioleau lo llama “masculinidad imperfecta”: fuerza con vulnerabilidad.
Después, el libro enumera las bondades del carácter: integridad (buen corazón mezclado con un espíritu travieso), coraje (porque “el verdadero deseo siempre es peligroso”, Robert Bly), alimento espiritual (trascendencia), conocimiento e inteligencia (“El deseo de saber es auténtico deseo”, Cathleen Schine), incluyendo la inteligencia emocional (Betsy cita de nuevo a Ortega y su “tacto”, un don para captar de forma intuitiva la psique y las necesidades del otro), placer (ser un maître de plaisir), Realización personal (“Soy amplio, contengo multitudes”, Walt Whitman; “nos encantan los espíritus rebosantes, que evocan plenitud”), Carácter desde el otro lado (merecer el amor) y Echar el lazo (“la conversación es un afrodisiaco interminable”, escribe la Prioleau).
En la segunda parte del texto se centra en el modelo de seductor. La utilización de los sentidos (“El amor es la poesía de los sentidos”, Balzac). “Una caricia, una mirada, una voz grave y vibrante hace que nos derritamos”. El aspecto, la belleza corporal, la moda y el peinado (“el hábito sí hace al monje y es capaz de transformar a un hombre”), el escenario (“el espacio amoroso”, Roland Barthes), la música, el lenguaje corporal y el baile, la experiencia (Betsy escribe: “El cuerpo femenino parece diseñado para experimentar un placer extraordinario: el clítoris tiene 8.000 fibras nerviosas, el doble que el pene, y los orgasmos son más fuertes y duran más que en el hombre, y además pueden ser múltiples. Pero la respuesta sexual de la mujer es caprichosa y frágil. Es una “operación de todo el cerebro” que depende de un engranaje perfecto entre la neocorteza racional y el hipotálamo pasional”. Los regalos, que tienen su encanto, la comida, la mente (“El amor no mira con los ojos, sino con el alma”, Shakespeare), sentirse deseada (“los seductores tienen sus defectos, pero ser poco entusiastas no es uno de ellos”), las lisonjas (exaltación del ego), la fusión de los corazones/intimidad (“las cosas que una mujer es capaz de hacer para lograr la confianza de un hombre son infinitas”). Y repite: “La conversación es el nudo corredizo de la seducción, el primer movimiento (y el más olvidado) cuando se quiere atrapar al amor y retenerlo para impedir que se escape”. Sí, “el amor consiste casi siempre en conversar” (Balzac).
Hay, siempre según la autora, una elocuencia implícita (el gesto, la voz, la atención. Y una capacidad de escucha: “No hay casi ningún deseo femenino comparable al deseo de ser escuchada”. Erich Fromm comparaba la escucha con la poesía, un arte intuitivo y creativo. El bálsamo de la conversación es hablar suave y bajito. Y por supuesto, la risa (“el sentido del humor resulta atractivo”). Los humoristas son las estrellas de rock del momento, según The New York Post. Casanova era “el hombre más entretenido de la Europa de su tiempo”.
“Los grandes amantes nunca se cansan de conquistar a la dama”, incide Betsy, para que no se extinga la llama. Poesía, diversión y jolgorio (el “homo festivus”, el espíritu juguetón), fomentar la curiosidad, la personalidad inagotable (“Cuando termina el aprendizaje personal, termina el amor”, Robert Solomon). El nuevo héroe es el “Hombre Omega” que crece con la heroína y revela aspectos “siempre nuevos de sí mismo”. Es el concepto alemán del Bildung: el depliegue continuo del potencial de uno mismo.
Un libro muy interesante. Betsy concluye: “Ni los algoritmos de internet, ni las consideraciones sensatas, ni las promesas de estatus, riqueza, compatibilidad o seguridad pueden conseguir que una mujer se enamore locamente de un hombre. El seductor no puede hacer trampas, engañar ni convencer con zalamerías para que lo ame”. Lo que seduce, lo que fascina, lo que arrebata, triunfa.
Un libro muy bien investigado, con decenas de ejemplos, que la autora dedica a su marido Phillip, “la Inspiración y el Hombre”. ¿Qué más se puede pedir?  

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